Muros Cómplices – por María Verdú Aguilar

-Santiago está a punto de irse -te susurra Blanca, mientras coloca tras tu oreja un mechón de pelo rizado que, rebelde, lucha por escapar de tu recogido. Palideces y a continuación te sonrojas, el cromatismo de tu piel te delata. Las primeras nieves de noviembre empiezan a caer y el frío fuera es intenso. Un escalofrío recorre tu cuerpo; quizá no te abrigaste suficiente, quizá estás muerta de nervios.

Te asomas a la cocina, donde un grupo de vecinas os habéis reunido para trabajar como tantos otros días. En el patio está Santiago, serio y silencioso como siempre, apurando las últimas caladas de su eterno cigarrillo. Hace un rato le oíste cogiendo varias monedas de las que escondéis bajo las losas del comedor. Ha cogido más de lo normal, -esta vez el viaje será más largo-, piensas. Cruza el patio de mal humor, dando una patada a una gallina que sin saberlo se ha interpuesto en su camino. Murmura algo parecido a un «Adiós» sin girar siquiera el rostro, cerrando el pesado portón de madera de negrillo tras de sí, desconfiado. Le escuchas alejarse con su cargadísima mula por las calles empedradas y húmedas sin conocer su fecha de vuelta.

Sólo el viento rompe el silencio que vuelve a reinar en el patio. Elevas la mirada al cielo, varios copos de nieve se posan en tu rostro, en tu pelo, en tu ropa y decides entrar de nuevo a la cocina. Allí el calor del hogar y de tus amigas hace que los copos empiecen a derretirse y a mojarte levemente. Una sensación de paz te recorre, el murmullo de los trabajos y las conversaciones hace que te relajes y vuelvas a sentir que estás en casa. Una casa de muros gruesos y cerrada al exterior, protegida de miradas ajenas que juzgan.

Blanca te coge del brazo en un descuido y te acerca hasta el cuartico que hay junto a la cocina. Las demás conocen vuestro secreto, así que su murmullo se eleva de forma protectora y cómplice para preservar vuestra tan ansiada intimidad. Los besos y caricias ya casi olvidados se vuelven reconocibles desde que el aliento cálido de Blanca vuelve a susurrarte en la oreja. -Por fin se ha ido -te dice, mientras su lengua moja tu cuerpo aún más de lo que lo había hecho la nieve.

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