Mi abuela Pura y mi tía Elena (año 1935 aprox.)

Si no lo hubieran etiquetado como “cosas de mujeres”, hubiera aprendido a coser y a bordar. Pero para esto de andar combatiendo entre géneros nací ingobernable y siempre toleré mal las etiquetas, así que me sacudí todas las que pude. Desde luego, me hubiera dejado convencer fácilmente si en vez de querer someterme a cánones arcaicos, limitantes y discriminatorios, me hubieran contado que la costura es un arte.

Y es que no me canso de repetir que soy de pueblo y allá, por los años 80, algunos pueblos estaban más cerca de pertenecer al siglo XIX que al XXI, y las cosas se diferenciaban entre lo que era cuestión de hombres y lo que correspondía por sistema a las mujeres. Entonces, las mujeres todavía se mostraban muy celosas de sus códigos morales y conductas; y faltar a las costumbres era como andar con el diablo suelto y hacer que más de una se atragantara con solo mi presencia. Yo era una niña que no quería quedarme en casa haciendo punto de cruz y roscones para el domingo. La repostería y la cocina las elegí más tarde, pero no por cuestión de género sino por gusto.  Que siempre anduve con los chicos —y no detrás de ellos, va siendo hora de aclararlo— porque no les importaba que me ensuciara de barro o me tirara a rodar por las praderas. Además de las muñecas, me gustaba jugar al fútbol, a indios y vaqueros, tirar piedras en el río y cazar ranas. No soportaba los vestidos porque no estaban hechos para esas aventuras. A las vecinas que salían a tejer a la sombra de las acacias se les quitaba el hipo cuando el vestido se me daba la vuelta dando volteretas. «Es una marimacho», decía siempre alguna, modulando la voz hasta darle el punto justo de mortificación, para dejar a la vista que esta propensión por recrearme en la inocencia propia de mi edad estaba verdaderamente mal o era impúdica. Por supuesto que cuando era una cría, a esta “marimacho” le hubiera gustado tener muchas “cosas de niña”, pero me tocó heredar de mi hermano y tuve que conformarme con pantalones y abrigos completamente masculinos y renunciar al rosa, mi color favorito solo porque no lo podía tener.  Y eso a nadie le pareció tan mal como para ponerle remedio.

Me hicieron creer que, para pertenecer al género femenino dignamente, debía sacrificar diversión y compañeros de juegos, y jamás me doblegué a ello.  Eso me dejó durante mucho tiempo en un limbo, sin encajar en ninguna parte, aguantando rechazos y mojigaterías. Pasaron muchos años antes de ver alguna ventaja a esto de ser mujer. Y aún hoy, me pregunto qué necesidad hay de diferenciar por géneros más que lo puramente biológico y eso, solo cuando no representa un conflicto emocional manifiesto.  Porqué tantas veces resultan ser las propias mujeres las que engendran una violencia sexista de mujer a mujer.

Cuando hablo de la violencia verbal de la mujer contra su propio género, lo hago para que no nos lo permitamos, porque mujeres y hombres hemos sido educados en los mismos ambientes familiares, y nosotras también tenemos nuestras propias inercias a caer en comportamientos sexistas que nos convierten en rivales y en personas desleales entre nosotras, obstaculizando el camino hacia la igualdad y sacrificando el respeto que nos debemos.

La igualdad hay que aprenderla desde la tolerancia a lo que nos hace diferentes, desde la equidad y la justicia que pone en la balanza los mismos derechos y deberes para todo el mundo sin distinción.  Tan simple como eso. Huyo de las etiquetas y de los intentos de catequización pues nunca me hicieron bien, y creo que se deben más a la necesidad de auto reafirmación para tener el valor de ser quienes somos, que a verdaderas convicciones. La libertad para que cada persona decida quién ser, dónde y cómo vivir, relacionarse, progresar, enfocarse y crecer le pertenece solo a ella. Nunca hubo mejor momento en la historia de la humanidad para perder el miedo y la vergüenza, en lo que a cuestión de géneros se refiere, y dejarnos de estereotipos que ya no sirven.