Dicen que a partir de la vuelta número treinta alrededor del Sol vivimos de las rentas porque empezamos a envejecer. Así que por esa regla de tres nos pasamos dos tercios de la vida envejeciendo. Y más allá de las arrugas, los cambios en la piel, las canas ocultas bajo el tinte y los kilos que sumamos al declive, están esas extrañas manías que hace dos días parecía que eran cosa de otros, pero que se manifiestan insolentemente para recordar que no hay control posible sobre el tiempo. Aun así, es importante poner empeño en sentirse joven y que la primera bofetada de realidad venga como debe, respetando la tradición, el día que un niño te llama señora. Y la segunda, cuando aquella determinación de que el fin del mundo nos pille bailando, que cantábamos a coro con Sabina, pasa a dar tanta pereza que personalmente, prefiero que me pille durmiendo o con manta y sofá viendo una serie de Netflix.

Después de estos provectos amagos ya viene todo rodado, y mientras el tiempo vuela, las fuerzas gravitatorias tienen un efecto anti atractivo en los cuerpos, directamente proporcional a la redistribución de su masa, que los precipita hacia abajo y nos deja con la boca abierta de espanto la primera vez que nos descubrimos la papada. Tal hallazgo junto a la comprobación de que hace mucho que rebasamos la edad de nuestros padres cuando nos tuvieron, es una clara señal para aceptar que ha llegado el momento de dejar de ponerse licras.  

Ante las cuarenta y cuatro vueltas, que hoy conmemoro, alrededor de esa gran bola gigante de fuego que un día nos engullirá, reconozco en mí el equilibrio de la absoluta imperfección y confieso que soy volátil y he dejado de tomarme tan en serio.  Que el ideal de cordura es tan imposible de alcanzar como conseguir dejar cada cosa en su lugar y no ponerme frenética buscando.  Me conformo, sin más remedio, con mi obsesión por la puntualidad basada en llegar antes de la hora e impacientarme con los que de verdad son puntuales.  He aprendido que, llegados a este punto, en el que todos estamos grandes para sacarnos solitos las castañas del fuego, la amistad verdadera tiene mucho más que ver con la risa —siempre que no venga enlatada— y con la buena conversación, que con las acostumbradas retóricas de exaltación afectiva. Que me vuelvo loca buscando donde está la trampa cuando alguien me repite tres veces lo estupenda que soy, sin yo haber hecho ningún mérito por merecer semejantes aleluyas. Que entre las veces que he deseado que se parara el mundo para bajarme, y las que he estado a punto de caerme, suman más de media docena por lo que calculo que tengo más vidas y más curiosidad que un gato. Que el mejor texto de mi vida está sin escribir porque requiere de mucho valor y nunca fui muy valiente. Pero que llegará como llegó el momento en que aprendí a decir que no. Que me apasiona la soledad, no soporto los ruidos innecesarios y odio el sonido del despertador porque nunca me ha gustado que me digan lo que tengo que hacer.

Por lo tanto, no veo mejor momento para disfrutar del trayecto plenamente que ahora que me río de mí misma y he aprendido a caer con estilo. Que he perdido la vergüenza y soy más irreverente.  Que ya no me animo a bailar con cualquiera y sé que hay danzas que es mejor evitar porque cada vez se me da peor la comedia. Y es que dando vueltas alrededor del Sol se viaja mucho, y considero que solo el hecho de estar vivo ya es la leche, por lo que nada me importa más que seguir disfrutando de las vistas.